En 1974, a los pocos meses de inicar su programa radiofónico «La Aventura de la Vida» en Radio Nacional de España, ayudado por el fiel realizador Herminio Verdú, Félix grabó un capítulo previo sobre el lobo titulado «El hermano lobo», del que recogería años más tarde la historia infantil de su experienia de partiipar en una lobada, para hacer un capítulo de la película «LOBOS», cuyo guión dejó grabado en 1976 en la serie «Cuento de Lobos» .
En su estilo narrativo, que mezcla hechos reales con exposiciones teatralizadas, en esta cinta varía el final. Aquí hace al niño Félix gritar al lobo que escape, y sufre las amenazas del pastor. Años más tarde, en 1976, le hace solo levantarse en el puesto sin que el pastor se de cuenta, y el lobo se esfuma en silencio.
He aquí la transcripción de ese primer capitulo, que dedico a Tania de Sousa, quien en su blog, https://felixrodriguezdelafuenteradio.wordpress.com/ está realizando la loable tarea de transcribir el Cuento de Lobos, entre otros programas.
Queridos amigos de La Aventura de la Vida.
«A los niños de hoy les cuentan historias de lobos que, generalmente, no han visto nunca. Yo veo a muchos chiquillos con las historietas debajo del brazo en las que aparece el lobo con cara de rufián y con un saco al hombro. Realmente, para ellos, la dimensión del lobo siempre será muy distinta de la que tuvo para los niños, que nos dormían con cuentos de lobos y en tierra de lobos. En mi infancia, oí muchas veces aullar a los lobos en las noches invernales.
Nada más sobrecogedor, nada más hermoso, por otra parte, en la noche alta estrellada, en la noche del páramo de Castilla, que el aullido lejano del lobo. Es como si la Tierra no hubiera perdido su espíritu salvaje, es como si la Tierra conservara todavía algo del lejano paleolítico, es como si la Tierra estuviera viva, lozana y palpitante.
Escuchando aullidos de lobos me dormía muchas noches en mi pueblo burgalés de Poza de la Sal, al pie del alto páramo de Poza y de Masa; escuchando aullidos de lobos me relataron en mi casa para que conciliara el sueño las dramáticas aventuras de los lobos por aquellos prados. Y recuerdo que uno de los momentos más transcendentales de mi vida, uno de esos momentos que influyen ya para el futuro de toda la existencia de un ser humano, lo tuve, precisamente, en el alto páramo. Fue un invierno en el que los lobos habían causado tales matanzas, que se organizó una batida. La batida estaba perfectamente montada; en ella intervenían varios pueblos. Los más afamados cazadores permanecían apostados en los portillos por los que los lobos, teóricamente, empujados por toda una marabunta de ciudadanos que, dando gritos y auxiliados por perros, surcaban el páramo inmenso, habrían de pasar.
No pueden hacerse a la idea de la alegría que a mi me produjo, a los once años, cuando estudiaba el primero de bachiller, y estaba, precisamente, en las vacaciones de Navidad, a acompañar a los más diestros cazadores de la región, para mí, seres verdaderamente míticos, aquellos hombres de pantalones de recia pana, de pellizas de piel de oveja, de mirada acerada, aquellos hombres que volvían al pueblo oliendo a tomillo, y a los que yp me figuraba como a semi-dioses olímpicos poseedores de todos los secretos de la vida y de la muerte.
Justamente a mí, quizá por ser hijo del notario del pueblo, me tocó, diríamos que, la suerte de estar junto al más diestro y al más afamado de aquellos matadores del páramo, un hombre ya mayor, frisando los 55, los 60 años, recio, sin embargo, con músculos debajo de la piel, con ojos negros como el carbón, que oteaban la llanura y que, seguramente, podían verlo todo. Pero el hombre con el que yo permanecía apostado, azotado por el ventarrón que reinaba en la llanura inmensa a 1300 metros sobre el nivel del mar en pleno mes de enero, el hombre aquel día no podía ver tanto como yo, porque yo estrenaba unos flamantes prismáticos, mis primeros gemelos de campaña que me permitieron descubrir cosas maravillosas y que seguramente me permitieron descubrir, también, el alma del lobo.
Nos habían colocado a las nueve de la mañana en aquel portillo roqueño, en aquel portillo azotado por todos los cierzos. Yo tenía la misión de permanecer inmóvil, de no hacer el menor ruido, y, naturalmente, de no levantarme, de reprimir mis necesidades fisiológicas o cualquier otro imperativo infantil que me animara a abandonar mi puesto de recio cazador y de paciente cazador. Cerca de mí estaba el hombre, el hombre que olía a todos los tomillos de los páramos, el hombre que tenía cubierta la cabeza con una vieja gorra, bajo la cual, seguramente, y según mi fantasía infantil, debían de agolparse todas las ideas y todos los secretos sobre la flora, sobre la fauna, sobre los vientos y sobre las nieves. Iba pasado el día y aun no oíamos a los lejos los ruidos, los gritos y los ladridos de quienes debían de empujar los lobos hacia nosotros, que estábamos viento abajo de los lobos, es decir, que no podíamos echarles nuestro olor, para que se metieran a tiro de la vieja escopeta del poderoso cazador.
El hombre me hablo, diríamos que, no muy alto, y se permitió contarme algunas cosas, sabiendo que seguramente los lobos estaban muy lejos y que nuestro murmullo no iba a perturbar la cacería. Con mi enorme curiosidad infantil, yo le preguntaba a aquel ser mítico por el lobo.
“Los lobos, hijo, son peores que el demonio. Los lobos nos hacen mucho daño en esta tierra. ¿Sabes tú que una vez, cuando aun no habías nacido, en un invierno muy fuerte, los lobos mataron 75 ovejas? Los lobos se pusieron a escarbar una noche en un corral, aquí cerca, en la caída del páramo; escarbaron tanta o media docena de ellos con sus fuertes uñas, que todas las ovejas que había en la corraliza, se agolparon contra la puerta. Precisamente, al otro lado de donde estaban escarbando los lobos, que ¿por qué escarbaban los lobos en el sitio por donde nunca podrían entrar en la piedra de la corraliza, que es piedra caliza grande, que colocamos ahí para que no entraran los lobos? Porque son peores que el demonio, pues para que las ovejas se agolparan contra la puerta y, con la fuerza de sus cuerpos impulsados por el miedo, hicieran saltar y reventar las puertas de la corraliza. Y eso pasó, hijo, las ovejas hicieron saltar las puertas, y cuando estuvieron fuera, enloquecidas, echaron a correr la vera abajo perseguidas por los lobos. Estas fieras…Lo único que tenían que hacer era morder y matar. Saltaron sobre aquellos pobres animales que bajaban hacia el pueblo llenando la noche con sus balidos y con el ruido de sus esquilas. Todos los vecinos nos levantamos a ver lo que pasaba y vimos las últimas de las ovejas muertas, en las puertas mismas del pueblo. Habían matado un montón de ellas. Pudimos seguir el camino de la carnicería hasta el pie mismo de la corraliza, y, aun allí, un lobo viejo al que le llamaban El Cano, le costó tanto trabajo irse de una oveja que le estaba comiendo cuando llegué yo, que entonces corría más que ahora, y fui el primero que llegó al pie de los corrales para perderse en la noche, no sin desafiarme con una mirada de esos ojos que brillaban como candiles cuando yo pude enfocarle un momento con mi linterna. Los lobos, hijo, son malos y hay que matarles. Ellos quieren quitarnos el ganado, que es nuestra vida, que es nuestra riqueza, y, desde luego, no se lo vamos a consentir, no. Y ahora, chiquito, cállate y estate quieto que ya se oyen los ojeadores, si tenemos suerte, quizás, nos entre El Cano por el portillo y, desde luego, la perdigonada que le voy a descerrajar va a terminar para siempre con sus andanzas, porque El Cano, hijo, no diré que es tan viejo como yo, pero a ti, desde luego, te dobla los años”.
Mientras los finos copos de nieve se clavaban en mi rostro infantil como puñales, mientras nos llegaban, frente a nosotros, precisamente, traídas por el viento, los gritos, los jaleos de aquellos ojeadores de cuatro pueblos combinados para meternos los lobos en los cañones de las escopetas, estaba yo pensando en todo lo que me había contado mi viejo amigo el cazador. Y no sé por qué razón me imaginaba yo que los lobos debían ser unos animales de rostro feroz, de fauces sanguinolentas, de ojos asesinos, estaba pensado yo que aquel hombre tenía toda la razón, que cuando apareciera El Cano con su faz sanguinolenta, el matador de inocentes ovejas, lo mejor que podíamos hacer era darle un tiro y acabar con su vida. Y, mientras tanto, oteaba yo, sirviéndome de mis primatitos, como un pequeño halcón, todo lo que había delante de mi, cuando algo, que apareció de pronto en el horizonte, algo gris que se recortó súbitamente sobre el otero que teníamos enfrente, me hizo dirigir lentamente los prismáticos hacia su encuentro.
Lo que vi entonces no se me olvidará jamás. Vi un animal, un animal hermosísimo, un animal grande, de color gris, un animal que estaba perfectamente parado y que miraba exactamente en mi dirección. Tenía la cabeza más grande que un perro-lobo policía, la frente más amplia, las orejas, quizá, más pequeñas y separadas, la frente más amplia, pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, sus ojos de un color amarillo, acaramelado, unos ojos que me miraban con nobleza, unos ojos que me miraban con un gran interrogante, unos ojos de los que se desprendía, quizá, una queja, “¿Por qué me perseguís? ¿Por qué queréis acabar conmigo? ¿Por qué queréis matarme? Si yo también necesito la carne para vivir, si yo también tengo la obligación sagrada de sacar adelante a los míos, si yo también tengo mi loba y mis lobeznos, si puede haber carne para todos, ¿por qué queréis quitarme la vida?”.
Yo me quedé, en los once años de mi infancia, anonadado viendo aquella masa inmóvil, viendo aquel animal que no tenía nada que ver con la bestia feroz, malvada, sanguinolenta y sucia que me habían descrito los pastores y los cazadores, que era un animal hermosísimo, de mirada noble, profunda, que era, quizá, la más acabada representación de la fuerza, de la libertad, de la nobleza, del palpitar del corazón de la madre Tierra. Y, entonces, de pronto, en un segundo, decidí que aquel animal no podía ser malo; y, entonces, en un segundo, decidí que yo no podía permitir que el cazador matara al animal, y dando un salto, corrí hacia el lobo, gritando, “Márchate, vete, no entres en nuestro puesto que te van a matar”.
Yo creo que se quedó flotando en la tarde del páramo el grito del niño que corría hacia el lobo para salvarle la vida, y creo que se quedaron también flotando los denuestos y las palabrotas del viejo cazador que cogía al loco arrapiezo por el chaquetón, y le decía “¡Niño, te has vuelto loco! Se lo voy a contar a tu padre, y te va a matar”. Afortunadamente, mi padre comprendió aquel impulso mío infantil, noble y benévolo hacia el lobo, aunque el lobo nos hubiera causado bastantes daños en nuestras economías. Sin embargo, aquel día cambió drásticamente mi vida y mi concepto hacia el lobo.
Pasó el tiempo, mucho tiempo, quizá más tiempo del que uno querría que habría pasado, porque hace unos diez años tuve la oportunidad de conocer verdaderamente al lobo, a aquel lobo que había visto por primera vez a los once años de edad con unos prismáticos de campaña en lo alto del páramo batido por el cierzo.
Cuando devoraba las rectas de la carretera de Castilla, con mis dos lobeznos metidos en una cesta, viajando desde Valladolid hasta Madrid, estaba verdaderamente emocionado. Me acordaba del viejo lobo que había visto en el páramo en mi infancia, pero ahora, ya tenía yo dos lobos para trabajar con ellos. Un amigo mío vallisoletano, un hombre amante de la naturaleza, les había salvado la vida obteniéndoles de un par de loberos de la provincia de Zamora que querían matarles. Me llamó rápidamente y me dijo, “Félix, ya tengo dos lobeznos para ti. Ven corriendo a por ellos”. Y ya viajaba yo hacia Madrid, viajaba, sobre todo, en el regazo del viento, en el corazón de mis ilusiones. Tenía dos lobeznos, dos huérfanos, apenas acababan de abrir los ojos, se les podría alimentar con una mezcla de leche y de carne, suponía, pero aquellos lobos me iban a permitir conocerles. Ya les había puesto su nombre, Sibila y Remo. Sibila la hembra, porque los lobos, y sobre todo las lobas, como verdaderas y auténticas sibilas, creo yo que conocen todos los secretos de la naturaleza. Únicamente, esa sabiduría de las sibilas las ha debido permitir sobrevivir contra la presión y contra la vida eterna del hombre. Al macho le puse Remo, en recuerdo del fundador de Roma, que fue amamantado con su hermano Rómulo por una loba. Que contento venía yo rodando en mi coche, devorando las rectas de la carretera de Castilla hacia Madrid.
Pero, ¿cómo iba yo a aprender algo de los lobos simplemente por el hecho de tener dos cachorritos?, ¿cómo? Ya lo saben los seguidores de esta serie de programas de Radio Nacional que llevan el título de La aventura de la vida. Porque, por aquel entonces, acababa de publicar sus terminados experimentos el galardonado profesor Konrad Lorenz; por aquel entonces se había emitido ya la teoría de que si se toma un animal recién nacido, se le da de comer, se juega con él, es decir, se le alimenta física y psíquicamente, ese animal considerará a su cuidador como a su verdadera madre, y si es un animal social, lo considerará como al líder, al número uno de su grupo social.
No fue fácil sacar adelante a la pequeña Sibila y al pequeño Remo, estaban escuálidos, deshidratados, les habían llevado colgados por una pata con una cuerda exhibiéndoles por los pueblos para cobrar algún dinerillo, por el exterminio de aquellas bestias feroces. He de constatar, recordándolo ahora con verdadera emoción, que de no haber sido por la estrechísima colaboración de mi mujer, que entonces era mi novia, no hubiera yo podido sacar adelante a los lobos, porque sí es cierto que tengo vocación de padre-lobo, de líder, sobre todo, de jefe de manada, no tengo tanta vocación maternal. No hubiera sido yo capaz de haber mezclado cuidadosamente la primera carne que se les dio con saliva, porque la saliva del lobo, descubrimos entonces, debe tener un sabor parecido a la saliva humana; solamente tomaban la carne si previamente se había mezclado con saliva. No hubiera sido yo capaz de pasar por la tripita de los lobeznos, cada media hora, una esponja mojada en agua tibia para sustituir a la lengua materna, una esponjita que, en ese momento, estimulaba la defecación de los lobeznos, estimulaba, también, su aparato urinario. No hubiera sido yo capaz de despertarme cada tres horas por la noche para dar el biberón a los lobeznos. No hubiera sido capaz de emitir una llamadita, siempre igual, y que, en cierto modo, recordaba a ese grito de la hembra cuando lame a los lobeznos (-hace ese ruido-). Así, poco a poco, fuimos sacando adelante a Sibila y a Remo.
En el mes de octubre, aquella pareja de lobos adorables, quizá, excesivamente adorables, porque no podíamos quitárnoslos de encima, tan pronto como nos sentábamos, nos hacían presentes trayéndonos palitos en la boca, nos lamían la cara, adoptaban toda clase de posturas infantiles, que cuidadosamente íbamos anotando bien por fotografía, dibujo o grabación magnetofónica, llegó, como les digo, el mes de octubre, y aquellos animales se habían transformado en dos espléndidas criaturas que pesaban ya más de quince kilos cada una. Pero no olvidaré yo una mañana, una buena mañana soleada del mes de octubre, cuando llegó a la parcela de ecología de ICONA, que es donde yo realicé este experimento, y he hecho otras cosas con aves de presa, un experto montero. De pronto, a los animales, se les erizó un poco el pelo, le miraron inquietos con el pelo erizado, el hombre avanzó hacia nosotros con un gesto de condescendencia, con un gesto de protección, y dijo, “Doctor, a usted se lo acabarán comiendo los lobos. Vengo a prevenirle porque de estas cosas uno sabe un poquito. Yo he pasado los mejores años de mi vida por esas sierras y esos cotos, en la montería, y he conocido a algunas personas que quisieron cometer la locura de domesticar a los lobos. Todos acabaron muy mal. Hubo un pastor en Extremadura que cogió una loba cuando no tenía más de un par de semanas, la puso un buen collar, y con una cadena de hierro la ató al tronco de una enorme encina. Allí la echaba de vez en cuando de comer, él no se acercaba mucho porque la tenía miedo, y cuando el animal, al que nunca se había soltado, tenía tres años y tubo al alcance al bueno del pastor, un día que se descuidó, se echó encima de él, y si no es por pelliza y la faja que llevaba puesta, desde luego, no la cuenta. Hubo también un médico, éste dicen que en la provincia de Burgos, domesticó un lobo. Le seguía por el campo cuando el médico iba a hacer visitas a caballo, en los tiempos en que aun no había automóviles para esos casos; y una vez le salieron los lobos salvajes en pleno monte, ¿y sabe usted lo que hizo el lobo que había domesticado? En lugar de enfrentarse con sus compañeros para defenderle, se unió a ellos, y casi le matan al caballo. De buenas se salvó su colega el buen médico burgalés. Tenga cuidado, hijo, con los lobos, porque si no los mata usted pronto, para que les disequen las cabezas, que ya las tienen bonitas, le van a dar un disgusto”.
No me sorprendieron ni me asustaron nada aquellas palabras del experto montero, y yo estaba completamente convencido de que los lobos que me iban enseñando muchas cosas de su vida y de su comportamiento, desde aquella pareja de lobezno con los cuales jugábamos a los juegos de los lobos, el escondite; aquellos lobeznos que pretendían quitarme siempre unas hipotéticas pulgas que, por lo visto, tenía yo en la nuca, metiéndome sus dientecillos entre mi pelambre; aquellos lobeznos que escondían palos para que les encontráramos, que formaban parte de nuestra vida, cómo aquellas dos criaturas, Sibila y Remo, nos iban a traicionar.
El tiempo pasa deprisa, y en el mes de febrero, Sibila y Remo, eran dos hermosos lobos. Una mañana, en la que atravesando yo la Casa de Campo de Madrid para llegar hasta la parcela de ecología donde estaban los lobos, noté que había algo en el ambiente que podía presagiar un drama. Y el drama lo encontré escrito en la cara de mi ayudante, me dijo, “Buena la hemos hecho, doctor, nos han matado todos los faisanes, no han dejado ni uno”. Llegué a la parcela y lo primero que me encontré fue con el lobo Remo que me estaba mirando verdaderamente extasiado, cuando abrí la puerta de su parcela y entré, se puso a dar saltos a mi alrededor, se puso a hacer toda una exhibición de fuerza, de energía, de belleza, contemplando a aquella criatura hermosa. Me di cuenta de que era un animal terrible, un animal de treinta kilos de peso, un animal con dientes blancos como la nieve y punzantes como el acero, un animal capaz de saltar como un resorte, una animal que podría correr a más de cincuenta kilómetros por hora, un animal que podría matar a un hombre de una sola dentellada. El lobo dio saltos y más saltos, me fue llevando por la parcela, pero a quien yo no veía era a Sibila, mi favorita, ¿dónde está la loba? Y al mismo tiempo que miraba yo aquellas tierras para ver si encontraba los restos de algún faisán, sin encontrarme más que alguna pluma que otra esparcida por el suelo, descubrí a Sibila en un rincón. Me miraba tendida, yo diría que con una infinita coquetería, con un fantástico orgullo femenino, estaba moviendo suavemente, como si fuera una serpiente, el extremo de la cola peluda, y cuando yo fui en su dirección, ella vino hacia mí, me recibió con mucha más seriedad, me olisqueó las manos, me miró con sus ojos oblicuos, vi sus poderosos maxilares, la nariz negra, fresca, rutilante, entonces, se fue, como secretamente, hacia un rincón, se puso a cavar rápidamente con sus patas, quitó cosa de una cuarta de arena y, de pronto, metiendo el hocico en aquel pozo que acababa de hacer, sacó un hermoso faisán macho que no tenía el menor destrozo, estaba perfectamente conservado, acababa, la buena de Sibila, de descubrirme la despensa donde los lobos habían ocultado su matanza. Entonces, con el faisán en la boca, se vino hacia a mí, se paró yo creo que a la distancia de uno o dos metros, y con aquella presa entre las fauces, me miró directamente a los ojos. Por primera vez en mi vida con los lobos, vi delante de mí a la matadora, una criatura que había nacido para matar, una criatura que podría saltar a mi garganta en una décima de segundo y dejarme allí muerto, una criatura que había aterrorizado al hombre seguramente desde hacía medio millón de años, una criatura que me estaba mirando con su presa sangrante en las fauces. ¿Cuáles eran los impulsos que estaban atravesando en ese momento por la mente de la loba: era mi loba o era una loba, la loba enemiga del hombre, la vieja loba perseguida por el montero y por el pastor? Y cuando estaba yo sumido en estas meditaciones, cuando estaban empezando a temblarme las piernas y a ponérseme la carne de gallina, la loba, con un gesto de suprema elegancia, con un gesto que nunca olvidaré, lanzó el faisán desde sus fauces hacia mi cuerpo, y estaba yo tan concentrado y atónito, que ni siquiera tuve tiempo de coger el regalo, el primer regalo que me había hecho mi loba. Y, entonces, en sus ojos leí un mensaje: “Toma, mi primera presa. Cuando te he visto entrar y perseguir a los faisanes, he descubierto que eres un lobo viejo y que no tienes buenos dientes. Yo voy a matar para ti. Toma la carne, toma mi regalo”.
Y después, ingrávida, como una bailarina de ballet, dando saltos en el aire maravillosos, mi loba se vino hacia mí y me puso las manos en el pecho, desapareció de pronto, me saltó por la espalda, me rodeó con toda la gracia infinita de la madre naturaleza de los bosques de los páramos, de las estepas, y contemplándome otra vez sumida en su infinita coquetería, en su dulzura, mirándome a los ojos, me dijo, “Hermano lobo”.
(FRF).